My Coney Island Baby Billy O’Callaghan
My Coney Island Baby, como el título de una canción…
Probablemente si solo se tratara de un amor ilícito esta novela se me habría quedado enganchada entre las sábanas, perdida entre los pliegues. Pero esta historia de una pareja en la madurez de su incandescencia reteniendo deseos y sueños cuando las posibilidades son imposibles, es triste y dolorosa. Billy O’Callaghan la convierte en cautivadora.
No me quedo con el engaño, ni con la mentira, ni con el disimulo. Los amantes nunca buscaron donde esconderse, tan solo hallaron un lugar donde encontrarse.
Me quedo con Caitlin, una mujer tratando de construir puentes que conecten sus ilusiones, como escribir, con la parte callada de la vida que, a pesar de todo, merece ser vivida con plenitud*. Deslizándose sobre la superficie lisa y fría del día a día e intentando tapar la brecha profunda que la separa de su marido Thomas. Una brecha que resulta más insalvable cada noche. Una realidad que a la vez dificulta la decisión de precipitarse al abismo de fantasía que hay del otro lado y que promete un amanecer.
Me quedo con el coraje de Michael para alejarse de Inishbofin a pesar de todo, y con su compromiso para quedarse con Barb, navegando a la deriva en un mar de silencios, a pesar de todo.
Me quedo con un presente anclado por las decisiones y las responsabilidades que lo erosiona todo, una historia que se entiende entre duras capas de pérdida y renuncia. Pero en este presente en declive hay un pequeño espacio para preservar la ingenuidad infantil de quien se siente adulto, la ternura y la belleza elementales que, encapsuladas en un recuerdo bajo dos centímetros de piel, permanecen inalteradas. Ternura, belleza e ingenuidad se desnudan durante unas pocas horas, una vez al mes, desde hace más de veinticinco años.
Entre el dulce olor de la sencillez y el amargo sabor del sudor que causa la fatiga de vivir cada día, se esconde el tacto suave de un amor a grados. Conyugal y parental. Se escucha el ritmo lento y constante de los finales anticipados de todos ellos, y se observa su adiós en un silencio excesivo.
Esta retirada hacia el interior, que por fuera aparece deteriorada y decadente, es al final una práctica aceptación de las partes esquinadas de la existencia.
Hay momentos de ausencia y de pesar que me han helado el corazón y me han obligado a abandonarla nada más empezar. Pero la forma que dibujan las palabras es tan preciosa que he logrado disfrutarla igual que los amantes: entre otras lecturas le he arañado momentos al tiempo. Y así, en cada una de esas horas, minutos y segundos regalados, cuando le acariciaba las páginas, era con ansia.
Los veranos eran días gloriosos.
*He leído la edición al catalán “Els amants de Coney Island” publicado por l’Altra Editorial y traducida por Ferran Ràfols Gesa. Algunas de las frases que se incluyen en cursiva son parafraseos o traducciones de esta edición y no del original en inglés publicada por Jonathan Cape.