De qué hablamos cuando hablamos de amor Raymond Carver
No hay reconciliación del individuo con su propio sentido de la existencia, o sí, en la mera persistencia del hastío de uno mismo y en la creencia de que no hay pasado ni futuro, solo presente.
Le ruego – en silencio – a Raymond Carver que me perdone por usar demasiadas palabras y no solo las estrictamente necesarias, por llamarle poeta del cuento.
Y le suplico – también en silencio – que me condene con la misma benevolencia.
Releer a Carver es inevitable… Uno no puede desprenderse durante mucho tiempo de estas criaturas no necesariamente moribundas, sino simplemente abandonadas, que tienen el corazón entumecido por tantos años buscando inmóviles una primavera. Si acaso alguna fue feliz algún día, si acaso eso importa, y si acaso eso fue amor.
Son cuentos de estertor. Una mujer, un hombre, una pareja, un padre, una madre, un hijo, una hija, amigos y amigas, el vecino, la vecina, el chico, la chica, ellos y ellas, conocidos y desconocidos, en un momento y en un lugar. Relaciones capturadas lúcidamente durante una brevedad. Historias de llegar y marchar sin desplazarse, desde no-sé-dónde y hacia quién-sabe-qué-otro-lugar. La puerta abierta y la televisión encendida podrían estar en cualquier parte.
No hay favoritos, pero si los hubiera, asumo cierto perdón por dejar los relatos de Catedral para otra recaída.
Me fascinan estos personajes perpetuos, de carne y hueso, que se comportan como fantasmas, de media en media página. Que te hacen sentir frágil el cuerpo, fútil el alma. Como ese tipo con los trastos en el jardín de ¿Por qué no bailáis?, o el lanzador de piedras de Visor. Torpes y aterrados, habituados a todo y acostumbrados a nada, pudiendo ser cualquiera y no siendo nadie. Que serían y nunca fueron.
Supersticiosos del tiempo que descansan sobre horas muertas por el tedio.
¿Relaciones como la de Mel y Terri en De qué hablamos cuando hablamos de amor, o la de James y Edith en Después de los tejanos? Divirtiéndose con juegos rotos que se estrenaron, algunos apenas. Queremos pensar que se rompieron – y no que nos defraudaron – porque es más fácil que aceptar que los detestamos y nunca los tiramos. Nos quedamos quietos viendo cómo se desgastaron, en tanto que creemos recordar que nos complacieron durante algún tiempo.
Otros desesperando y enloqueciendo a ratos, llorando a gritos a veces, como en Mecánica popular o Todo pegado a la ropa. Padres e hijos hurgando sin encontrar la causa ni entender la razón del infortunio como en Bolsas. Muchos diciendo sin contar, hablando por los gestos revelados en el texto. Enmudeciendo brutalmente a golpe de piedra como Diles a las mujeres que nos vamos.
Conmueve la crueldad de lo inevitable y de lo que parece impredecible como en El baño. Ese algo suspendido en el aire que, dilo o no lo digas, sabes que es la fatalidad.
Y te largas sin respuestas, sin compadecer, porque son extraños de la cotidiana anormalidad. Cuentos que son días que oscurecen fuera y oscurecen dentro. Y tal vez por eso vuelves a leerlos, una y otra vez. Raymond Carver siempre está ahí.
Belvedere
«Teníamos esa extraña sensación de que, ahora que nos dábamos cuenta que ya había sucedido todo, podía suceder cualquier cosa.»
Veía hasta las cosas más minúsculas
«Era una luna blanca, cubierta de cicatrices. Hasta un imbécil podría ver una cara en ella»
Tanta agua tan fuera de casa
«Me encuentro una nota suya en la cocina. Firma: «Amor.»
Me siento en el rincón del desayuno y tomo café y dejo un servilletero sobre la nota. Miro el periódico y lo vuelvo de un lado y de otro sobre la mesa. Luego lo deslizo hasta mí y leo lo que dice. El cuerpo ha sido identificado, reclamado. Pero ha sido necesario examinarlo, introducirle ciertas cosas, cortarlo, pesarlo, medirlo, volver a poner las cosas en su sitio y coserlo.
Me quedo sentada largo rato con el periódico en la mano, pensando. Al cabo llamo a la peluquería para reservar hora.»
Después de los tejanos
«Edith mantenía apretados los labios, y ello podía significar cualquier cosa: determinación, pesar, dolor. O tal vez era simplemente que le apetecía poner así los labios en aquel juego concreto.»
Una conversación seria
«Burt cogió el cenicero. Lo puso de canto sobre su palma. Adoptó la pose de un lanzador de disco.
– Por favor – dijo Vera -. Es nuestro cenicero.
Burt salió por la puerta del patio. No estaba seguro, pero creía haber demostrado algo. Confiaba en haber dejado claro algo. Y ese algo era que pronto deberían tener una conversación seria. Había cosas de las que era necesario hablar, cosas importantes que tenían que discutirse. Volverían a hablar. Quizá después de las fiestas, cuando las cosas volvieran a la normalidad. Le diría, por ejemplo, que aquel maldito cenicero no era sino un maldito plato.»
Mecánica popular
«Aquel día, temprano, el tiempo cambió y la nieve se deshizo y se volvió agua sucia.»
De qué hablamos cuando hablamos de amor
«Hubo un tiempo en el que creí que amaba a mi ex mujer más que a la propia vida. Pero ahora la aborrezco. De verdad. ¿Cómo se explica eso? ¿Qué ha sido de aquel amor? Qué ha sido de él, eso es lo que quisiera yo saber. Me gustaría que alguien pudiera decírmelo.»
«Y todo esto, todo el amor del que hablamos no sería sino un recuerdo. Y puede que ni siquiera un recuerdo. ¿Me equivoco? ¿Estoy desbarrando? Porque quiero que me corrijáis si no estoy en lo cierto. Quiero saber. Porque no sé nada, ¿entendéis? Y soy el primero en admitirlo.»
Fragmentos de Raymond Carver “De qué hablamos cuando hablamos de amor”. Trad. Jesús Zulaika. Anagrama
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Comentarios publicados
Disfruté todas y cada una de las historias de Carver. Su estilo es como abrir una ventana y palpar en vivo cómo se sienten sus personajes… Quizá lo encontré demasiado corto por lo profundo que es. Admito que es una lectura «distinta» pero increíble. No se dijo aquí, pero estamos delante de un auténtico clásico de la literatura.
Lurdes Molina